lunes, 27 de enero de 2014

Entre violetas, azucenas, rosas y claveles. Imágenes florales en Garcilaso, Góngora y Bécquer.


Por ANDRÉS R. HERRERA RUIZ

Las imágenes extraídas de la Naturaleza han sido desde los inicios de la misma literatura muy recurrentes, y especialmente en lo que se refiere al campo de las plantas y flores. Las flores han sido utilizadas para recrear en los poemas un mundo de visibilidad, lleno de color, forma e incluso hasta olor; todo ello recreando en el lector-auditor la capacidad de sentir en su mente el poema que está siendo partícipe con los cinco sentidos. El motivo de las flores viene a ser, de este modo, un recurso más en los poetas, que han empleado estas imágenes como comparaciones o metáforas muy recurrentes. Como señala Mª Rosa Lida, en relación a temas de literatura grecolatina, «encontramos, por ejemplo, términos de comparación tan espontáneos e inmemoriales como las flores (rosas, lirios, azucenas), las fuentes, la primavera, el sol, la luna, el diamante» (1).
Con todo, en este artículo hemos determinado establecer el uso que hacen de estas imágenes florales tres grandes autores de la literatura española: Garcilaso, Góngora y Bécquer. Cada cual utiliza estas imágenes siguiendo una tradición literaria precedente, pero dotando a sus imágenes de nuevos matices, nuevas disposiciones y valores y recursos más sorprendentes. 




Garcilaso, sirviéndose de la tradición latina que continuaron los poetas italianos del Renacimiento, compuso el famosísimo soneto «En tanto que de rosa y azucena» que recoge el tópico del carpe diem y de la fugacidad de la vida:

En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,    
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

 y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;   
                
 marchitará la rosa el viento helado.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.      

El tema del soneto es, como ya hemos indicado, de la tradición literaria centrada en el asunto de la fugacidad de la vida, de la cual han surgido muchos tópicos literarios a lo largo de la Historia de la Literatura. Uno de estos tópicos es el que debemos al poeta latino Décimo Magno Ausonio, que en uno de sus versos recogía ejemplificada una frase acerca de este asunto, como indica A. Alvar Ezquerra, «el tema –condensado en el famosísimo verso 49: collige, virgo, rosas, dum flos novus et nova pubes, lleno de sugerencias alegóricas, de color, perfume y aterciopelada sensualidad– entra en nuestra literatura, por caminos desviados, de la mano de Garcilaso, nada menos» (2). Por tanto, el soneto pertenece a la trayectoria del collige, virgo, rosas (“coged, muchachas, las rosas”), que retomaron poetas italianos como Bernardo Tasso (compuso, al efecto, el «Mentre che l’aureo crin’ondeggia») y que continuarán poetas como Góngora, Lope de Vega, Esteban Manuel de Villegas, Francisco Rioja, Bartolomé Leonardo de Argensola o Pedro Calderón de la Barca.


 El primer verso de este soneto hace referencia a dos imágenes florales: rosa y azucena. Ambas flores aparecen visualmente plasmadas en el rostro de la mujer, fusionadas (se muestra la color en vuestro gesto). La azucena (o lirio) es una flor de la familia de las liliáceas, cuyos pétalos son de color blanco. Es símbolo de pureza, perfección y virginidad. En la imaginería profana, se asocia al color blanco de la tez femenina (3). En este sentido, hay que subrayar que la mujer de tez blanca como la nieve ha sido durante mucho tiempo ideal de belleza en la mujer occidental. Unido al color blanquecino de la tez, hay que añadir el color rosado o rojizo que el poeta añade al rostro de la amada con otra flor, la rosa. Las rosas son un género de flores cuyos pétalos son de color rojizo o rosado, las más comúnmente utilizadas. Simboliza la perfección, por ello puede identificarse con la amada. Su color concreta su simbolismo (blanco, pureza; rojo, martirio) (4). Su color estaría, en este sentido, ligado al color rosado de las mejillas y rojizo de los labios de la mujer. Los dos colores, por lo tanto, representarían el colorismo visible en cualquier mujer occidental y, mediante las flores, la perfección del rostro femenino.


Este uso de elementos florales para representar la belleza de la tez de la mujer, procedentes de la tradición literaria y muy empleada por Petrarca y los petrarquistas, aparece muy comúnmente en muchos de los poemas de Luis de Góngora. Con este mismo asunto referente al tópico del collige, virgo, rosas, Góngora escribió el famoso y genial soneto «Mientras por competir con tu cabello»:

Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:

goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

En el soneto gongorino, el lilio sigue representando la blancura y pureza de la tez femenina, relacionado, al efecto, con la frente de la amada. En contraste con el soneto de Garcilaso, Góngora emplea para el mismo fin el color rojizo que representa la imagen del clavel. El clavel, en este soneto, viene a estar relacionado con los labios de la amada. De este modo, podemos ser partícipes en ambos poemas como los colores de la misma Naturaleza son los que dan color y describen la imagen de la belleza de la mujer.


También el tópico de la fugacidad de la vida y de la fragilidad de la belleza y la juventud, ejemplificada en los tópicos del collige, virgo, rosas y del carpe diem, vienen representados en ambos poemas con la imagen de una flor. En el soneto de Garcilaso, la imagen de la rosa (marchitará la rosa el viento helado) es un ejemplo visual de esta fugacidad vital. Este uso de la rosa como metáfora de la fugacidad de la vida es de tradición literaria, y ya Herrera lo comentó en relación a sus Anotaciones a la poesía de Garcilaso (1580): «I hablando d’ella, se dexa entender que trata de la fragilidad i flaqueza umana, aunque no da muestra d’ello sino en el verso postrero» (5). Este uso es debido a que la rosa es una flor de gran belleza, pero que su tiempo vital es muy breve. Esto sirvió a los poetas para representar a la perfección la fugacidad de la vida humana y de la belleza, de aprovechar los tiempos de juventud y belleza antes de que el tiempo llegue y haga “mudanza”.


En el soneto de Góngora la flor representada para el caso no es la rosa, sino la viola (violeta): no sólo en plata o vïola troncada / se vuelva. La violeta es una flor del género Calydórea, cuyos pétalos son de color morado, y cuyo tamaño de la flor es muy reducido. Góngora tal vez escogiera esta flor por lo que representa simbólicamente. Para los estados crepusculares y melancólicos de imprecisa expresión, se elige el color morado, violeta o lila, propios del horizonte al caer el sol, o las flores que lo asumen. También lo crepuscular puede ser símbolo del final de la vida, la fatalidad, el pesimismo, lo sombrío del envejecer, etc. (6) Según todo ello, esta flor representaría figuradamente el ocaso de la vida, debido al color de sus pétalos, los mismos colores que el atardecer del día.
Además, comenta Jorge Guillén, que en el soneto gongorino «esa fugacidad y sus derivaciones se dirigen a la dama desde el poema, no desde el poeta» (7).
No obstante, se pueden encontrar también otras composiciones de Góngora donde continúa con la tradición literaria, empleando para ello la rosa como metáfora o alegoría de la fugacidad de la vida. Encontramos, al caso, dos sonetos atribuidos a él que siguen estos modelos. Uno lleva por título «A una rosa»:

Ayer naciste y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana?

Si te engañó su hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.

Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.

No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.

El otro, titulado «A la rosa y su brevedad», ya indica el motivo de por el cual hace una composición a esta flor:

Púrpura ostenta, disimula nieve,
entre malezas peregrina rosa,
que mil afectos suspendió frondosa,
que mil donaires ofendió por breve.

Madre de olores, a quien ámbar debe
lisonjas, no por prendas de la Diosa,
mas porque a las aromas deliciosa
lo más sutil de sus alientos bebe.

En prevenir al Sol tomó licencia;
sintiólo él, que desde un alto risco
Sol de las flores halla que le incita

Miróla, en fin, ardiente basilisco,
y, ofendido de tanta competencia,
fulminado veneno la marchita.

Ambos sonetos se centran en la rosa como alegoría de la brevedad de la vida, dado el corto espacio vital que tiene esta flor. 


La imagen de la rosa y de la azucena como símbolos de belleza, perfección y como color de la tez femenina, la podemos encontrar en otras composiciones de Garcilaso. En la Elegía I (vv. 118-126), Garcilaso describe de este modo a la amada:

Mas no puede hacer que tu figura,
después de ser de vida ya privada,
no muestre el arteficio de natura:

bien es verdad que no está acompañada
de la color de rosa que solía
con la blanca azucena ser mezclada,

porque’l calor templado que encendía
la blanca nieve de tu rostro puro,
robado ya la muerte te lo había;


 En estos versos, la rosa y la azucena de la tez de la amada vienen a representar la belleza y juventud de la mujer, juventud que ya se ha marchitado con el paso del tiempo. La muerte ha robado toda belleza y alegría de la amada. El color de la rosa desaparece para prevalecer el blanco de la azucena, color de la difunta.
También en la Égloga II esta imagen de la rosa y la azucena se muestra en varios versos (1261-1266), en los cuales se destaca la belleza y pureza del rostro de la mujer:

aquel color hermoso o se destierra,
mas ya la madre tierra descuidada
no le administra nada de su aliento,

que era el sustentamiento y vigor suyo:
tal está el rostro tuyo en el arena,
fresca rosa, azucena blanca y pura.

Para Góngora esta combinación floral y mezcla de colores será un recurso más en sus composiciones, recurso muy útil para destacar la belleza de la mujer mediante una imagen natural. De este modo, será muy recurrente apreciar cómo en la Fábula de Polifemo aparecen ambas flores para sobresalir la belleza de Galatea:

Purpúreas rosas sobre Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, eritrea,
émula vana. El ciego dios se enoja,
y, condenado su esplendor, la deja
pender en oro al nácar de su oreja.

El color “púrpura” de las rosas se mezcla con el color “cándido” de los lirios en la tez de la hermosa ninfa Galatea, colores que en el verso cuarto aparecen ya fusionados mediante quiasmo y antítesis: púrpura-nevada, nieve-roja. Comenta Dámaso Alonso, «los colores se funden y confunden en el cerebro del que goza este verso, como en el cuerpo de Galatea» (8). También los dos primeros versos nos muestran otra relación de la rosa con la tradición literaria: consiste en el empleo de esta flor como epíteto de una diosa grecolatina, la Aurora (Eos). Ya los autores clásicos hacían mención a esta divinidad “con dedos de rosa”. En la estrofa gongorina, la Alba –es decir, la Aurora–  deshoja rosas sobre la tez nítida de Galatea. 


La Soledad Primera continúa con esta fusión de colores, con la mezcla de flores, además de seguir empleando las rosas en conjunción con la Aurora:

Del verde margen otra las mejores
rosas traslada y lilios al cabello,
o por lo matizado o por lo bello,
si Aurora no con rayos, Sol con flores.
Negras pizarras entre blancos dedos
ingenïosa hiere otra, que dudo
que aun los peñascos la escucharan quedos.

En esta estrofa, el poeta cordobés aun sigue haciendo alarde de su gama de recursos literarios, jugando con el orden de las palabras y con los equívocos. La Aurora no proporciona rayos, es el Sol el que los proporciona, y es la Aurora la que se relaciona con las flores. Flores, rosas y lirios, que descubren, combinados –o matizados– la belleza de la tez femenina.


También Garcilaso recoge esta tradición literaria de otorgar a la Aurora el epíteto “de rosa”. En la Égloga II podemos apreciar:

En mostrando el aurora sus mejillas
de rosa y sus cabellos d’oro fino,
humedeciendo ya las florecillas,
nosotros, yendo fuera de camino,
buscábamos un valle, el más secreto
y de conversación menos vecino.

La Aurora aparece calificada por sus mejillas de rosa. Con esta imagen floral descubre el poeta como una divinidad femenina tiene sus mejillas coloradas o rosadas. Incluso Bécquer también retoma con esta tradición y emplea esta flor como imagen del color de la tez femenina y como epíteto de una divinidad. De este modo, en la rima XII podemos contemplar:

Es tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.


Bécquer también juega con la mezcla entre el blanco y el rojo que predominan en la tez femenina, utilizando para ello una combinación de términos relacionados con estos colores. Para el color rojo emplea la rosa y el carmín, mientras que para el blanco recurre a la escarcha y las perlas. Para la tez femenina Bécquer también emplea la comparación con la azucena, por su blancura y pureza, como se puede encontrar en la rima XIX:

Cuando sobre el pecho inclinas
la melancólica frente,
una azucena tronchada
me pareces.

Porque al darte la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.

Comenta García Montero, que «quizá convenga prestarle atención a la imagen de la “azucena tronchada”, en su sentido de pérdida, de casi fracaso, de casi muerte» (9).


 Bécquer, como simbolista que es, incorpora en sus poemas numerosos símbolos de tradición literaria, como es el caso de las flores. Si para la azucena, su significado más empleado es el de pureza, como también se puede interpretar en la rima LXXXVI:

La gota de rocío que en el cáliz
duerme de la blanquísima azucena
es el palacio de cristal en donde
vive el genio feliz de la pureza.

Él le da su misterio y poesía,
él su aroma balsámico le presta;
¡Ay de la flor, si de la luz al beso
se evapora esa perla!

O incluso en la rima XCIV (“Vírgenes semejantes a azucenas”). Su significado simbólico es debido a que esta flor es considerada como atributo de la Virgen María y, por ello, también está relacionada con la virginidad o castidad. La rosa, de igual modo, la emplea con su significado simbólico de belleza y perfección, como se aprecia en la rima XXII:

¿Cómo vive esa rosa que has prendido
junto a tu corazón?
Nunca hasta ahora contemplé en el mundo
junto al volcán la flor.

Según Félix Bello, «los dos primeros versos de la rima XXI tienen un acento realista y descriptivo: la rosa que prendida en el pecho de la amada palpita a impulsos del corazón» (10). 
Pero si hay una flor de la que le saca provecho Bécquer, ésa es la violeta. La fragancia que desprende esta flor es de muy buen agrado, y por este motivo recurre en muchas ocasiones a aludir a esta imagen de la violeta. Así se puede apreciar en las rimas V y LXXII. En cambio, la rima XIII la imagen de la violeta que recibe una gota del rocío se le antoja comparable a una pupila azul:

Tu pupila es azul y, cuando lloras,
las transparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una vïoleta. 

Señala Leonardo Romero, que «la visión del rostro de la amada como una sucesión de risa y llanto es un componente central de la iconografía de la “mujer ideal” y responde, además, a una percepción romántica que Bécquer subraya en diversas ocasiones» (11).
Aún así, en palabras de Rubén Benítez, «esas imágenes, cargadas de un inocultable erotismo, abundan sobre todo en las poesías y leyendas que imitan el estilo oriental, pero pueden rastrearse también en el resto de la obra de Bécquer» (12). 
Finalmente, en cuanto a las imágenes florales, los poetas hacen referencia a ellas para aludir a algún mito clásico o divinidad relacionada con dichas flores. En este sentido, Garcilaso, en su Égloga III (vv.177-184), hace alusión de este modo a la fábula mitológica de Adonis y Venus:

Tras esto el puerco allí se vía herido
de aquel mancebo por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente;
con el cabello de oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente,
las rosas blancas por allí sembradas
tornaba con su sangre coloradas.

La fábula decía que de la sangre del joven la diosa Afrodita (Venus) hizo brotar la roja anémona. Garcilaso opta por hacer referencia a otra flor, la rosa, ya que además esta flor es atributo de la diosa del Amor y de la Belleza. Aunque, no obstante, Góngora también haga vincular a la diosa otras flores, como son las azucenas, en algún poema como es la Fábula de Píramo y Tisbe:

Hermosa quedó la muerte
en los lilios amatuntos,
que salpicó dulce hielo,
que tiñó palor venusto.

El apelativo “amatuntos” con el que acompaña a los lilios, proviene del nombre Amatunta (o Amatonta), ciudad de Chipre donde la diosa Afrodita tenía un culto y un templo; allí se encontraban unos jardines consagrados a la divinidad. Seguidamente, la referencia a la diosa se hace más evidente cuando concluye con el adjetivo “venusto”    –de  Venus– con el que realza la belleza pálida (blanca como los lirios) de la muerte.


 

(1) LIDA DE MALKIEL, Mª ROSA, La tradición clásica en España, Madrid, Ariel, 1975, p. 85.
(2) AUSONIO, DÉCIMO MAGNO, Obras. I, traducción, introducción y notas de Antonio Alvar Ezquerra, Madrid, Gredos, 1990, p. 179.
(3) ESCARTÍN GUAL, MONTSERRAT, Diccionario de Símbolos Literarios, Barcelona, PPU, 1996, p. 61.
(4) Ídem, p. 256.
(5) HERRERA, FERNANDO DE, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, edición de Inoria Pepe y José Mª Reyes, Madrid, Cátedra, 2001, p. 423.
(6) ESCARTÍN GUAL, MONTSERRAT, ob. cit., p. 292.
(7) GUILLÉN, JORGE, Notas para una edición comentada de Góngora, Valladolid, Universidad Castilla la Mancha, 2002, p. 71.
(8) ALONSO, DÁMASO, Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos (Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope de Vega, Quevedo), Madrid, Gredos, 1987, p. 378.
(9) GARCÍA MONTERO, LUIS, Gigante y extraño: las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, Barcelona, Tusquets Editores, 2001, p. 294.
(10) BELLO VÁZQUEZ, FÉLIX, Gustavo Adolfo Bécquer: precursor del simbolismo en España, Madrid, Fundamentos, 2005, p. 212.
(11) ROMERO TOBAR, LEONARDO, en BÉCQUER, GUSTAVO ADOLFO, Rimas. Otros poemas. Obras en prosa, Madrid, Espasa, 2000, p. 1114.
(12) BENÍTEZ, RUBÉN, Estudios becquerianos, Palencia, Cálamo, 2008, p. 95.

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