Por ANDRÉS R. HERRERA RUIZ
Las imágenes extraídas de la Naturaleza han sido
desde los inicios de la misma literatura muy recurrentes, y especialmente en lo
que se refiere al campo de las plantas y flores. Las flores han sido utilizadas
para recrear en los poemas un mundo de visibilidad, lleno de color, forma e
incluso hasta olor; todo ello recreando en el lector-auditor la capacidad de
sentir en su mente el poema que está siendo partícipe con los cinco sentidos.
El motivo de las flores viene a ser, de este modo, un recurso más en los
poetas, que han empleado estas imágenes como comparaciones o metáforas muy
recurrentes. Como señala Mª Rosa Lida, en relación a temas de literatura
grecolatina, «encontramos, por ejemplo, términos de comparación tan espontáneos
e inmemoriales como las flores (rosas, lirios, azucenas), las fuentes, la
primavera, el sol, la luna, el diamante» (1).
Con todo, en este artículo hemos determinado
establecer el uso que hacen de estas imágenes florales tres grandes autores de
la literatura española: Garcilaso, Góngora y Bécquer. Cada cual utiliza estas
imágenes siguiendo una tradición literaria precedente, pero dotando a sus
imágenes de nuevos matices, nuevas disposiciones y valores y recursos más
sorprendentes.
Garcilaso, sirviéndose de la tradición latina que
continuaron los poetas italianos del Renacimiento, compuso el famosísimo soneto
«En tanto que de rosa y azucena» que recoge el tópico del carpe diem y de la fugacidad de la vida:
En
tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;
y
en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
coged
de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
marchitará
la rosa el viento helado.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
El tema del soneto es, como ya hemos indicado, de la
tradición literaria centrada en el asunto de la fugacidad de la vida, de la
cual han surgido muchos tópicos literarios a lo largo de la Historia de la
Literatura. Uno de estos tópicos es el que debemos al poeta latino Décimo Magno
Ausonio, que en uno de sus versos recogía ejemplificada una frase acerca de
este asunto, como indica A. Alvar Ezquerra, «el tema –condensado en el
famosísimo verso 49: collige, virgo,
rosas, dum flos novus et nova pubes, lleno de sugerencias alegóricas, de
color, perfume y aterciopelada sensualidad– entra en nuestra literatura, por
caminos desviados, de la mano de Garcilaso, nada menos» (2). Por tanto, el
soneto pertenece a la trayectoria del collige,
virgo, rosas (“coged, muchachas, las rosas”), que retomaron poetas
italianos como Bernardo Tasso (compuso, al efecto, el «Mentre che l’aureo
crin’ondeggia») y que continuarán poetas como Góngora, Lope de Vega, Esteban
Manuel de Villegas, Francisco Rioja, Bartolomé Leonardo de Argensola o Pedro
Calderón de la Barca.
El primer
verso de este soneto hace referencia a dos imágenes florales: rosa y azucena. Ambas flores aparecen visualmente plasmadas en el rostro
de la mujer, fusionadas (se muestra la color en vuestro gesto).
La azucena (o lirio) es una flor de la familia de las liliáceas, cuyos
pétalos son de color blanco. Es símbolo de pureza, perfección y virginidad. En
la imaginería profana, se asocia al color blanco de la tez femenina (3). En este sentido, hay que
subrayar que la mujer de tez blanca como la nieve ha sido durante mucho tiempo
ideal de belleza en la mujer occidental. Unido al color blanquecino de la tez,
hay que añadir el color rosado o rojizo que el poeta añade al rostro de la
amada con otra flor, la rosa. Las rosas son un género de flores cuyos
pétalos son de color rojizo o rosado, las más comúnmente utilizadas. Simboliza
la perfección, por ello puede identificarse con la amada. Su color concreta su
simbolismo (blanco, pureza; rojo, martirio) (4). Su color estaría, en
este sentido, ligado al color rosado de las mejillas y rojizo de los labios de
la mujer. Los dos colores, por lo tanto, representarían el colorismo visible en
cualquier mujer occidental y, mediante las flores, la perfección del rostro
femenino.
Este uso de elementos florales para representar la
belleza de la tez de la mujer, procedentes de la tradición literaria y muy
empleada por Petrarca y los petrarquistas, aparece muy comúnmente en muchos de
los poemas de Luis de Góngora. Con este mismo asunto referente al tópico del collige, virgo, rosas, Góngora escribió
el famoso y genial soneto «Mientras por competir con tu cabello»:
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello:
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
En el soneto gongorino, el lilio sigue representando la blancura y pureza de la tez femenina,
relacionado, al efecto, con la frente
de la amada. En contraste con el soneto de Garcilaso, Góngora emplea para el
mismo fin el color rojizo que representa la imagen del clavel. El clavel, en este soneto, viene a estar relacionado con
los labios de la amada. De este modo,
podemos ser partícipes en ambos poemas como los colores de la misma Naturaleza
son los que dan color y describen la imagen de la belleza de la mujer.
También el tópico de la fugacidad de la vida y de la
fragilidad de la belleza y la juventud, ejemplificada en los tópicos del collige, virgo, rosas y del carpe diem, vienen representados en
ambos poemas con la imagen de una flor. En el soneto de Garcilaso, la imagen de
la rosa (marchitará
la rosa el viento helado) es un ejemplo visual de esta
fugacidad vital. Este uso de la rosa como
metáfora de la fugacidad de la vida es de tradición literaria, y ya Herrera lo
comentó en relación a sus Anotaciones a
la poesía de Garcilaso (1580): «I hablando d’ella, se dexa entender que
trata de la fragilidad i flaqueza umana, aunque no da muestra d’ello sino en el
verso postrero» (5). Este uso es debido a que la rosa es una flor de gran
belleza, pero que su tiempo vital es muy breve. Esto sirvió a los poetas para
representar a la perfección la fugacidad de la vida humana y de la belleza, de
aprovechar los tiempos de juventud y belleza antes de que el tiempo llegue y
haga “mudanza”.
En
el soneto de Góngora la flor representada para el caso no es la rosa, sino la viola (violeta): no sólo en plata o vïola troncada / se vuelva. La violeta es una flor del género
Calydórea, cuyos pétalos son de color morado, y cuyo tamaño de la flor es muy
reducido. Góngora tal vez escogiera esta flor por lo que representa
simbólicamente. Para los estados crepusculares y melancólicos de imprecisa
expresión, se elige el color morado, violeta o lila, propios del horizonte al
caer el sol, o las flores que lo asumen. También lo crepuscular puede ser
símbolo del final de la vida, la fatalidad, el pesimismo, lo sombrío del
envejecer, etc. (6) Según todo ello, esta flor representaría figuradamente el
ocaso de la vida, debido al color de sus pétalos, los mismos colores que el
atardecer del día.
Además,
comenta Jorge Guillén, que en el soneto gongorino «esa fugacidad y sus
derivaciones se dirigen a la dama desde el poema, no desde el poeta» (7).
No
obstante, se pueden encontrar también otras composiciones de Góngora donde
continúa con la tradición literaria, empleando para ello la rosa como metáfora o alegoría de la
fugacidad de la vida. Encontramos, al caso, dos sonetos atribuidos a él que
siguen estos modelos. Uno lleva por título «A una rosa»:
Ayer naciste
y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana?
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana?
Si te engañó su hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.
No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.
El
otro, titulado «A la rosa y su brevedad», ya indica el motivo de por el cual
hace una composición a esta flor:
Púrpura
ostenta, disimula nieve,
entre malezas peregrina rosa,
que mil afectos suspendió frondosa,
que mil donaires ofendió por breve.
Madre de olores, a quien ámbar debe
lisonjas, no por prendas de la Diosa,
mas porque a las aromas deliciosa
lo más sutil de sus alientos bebe.
En prevenir al Sol tomó licencia;
sintiólo él, que desde un alto risco
Sol de las flores halla que le incita
Miróla, en fin, ardiente basilisco,
y, ofendido de tanta competencia,
fulminado veneno la marchita.
entre malezas peregrina rosa,
que mil afectos suspendió frondosa,
que mil donaires ofendió por breve.
Madre de olores, a quien ámbar debe
lisonjas, no por prendas de la Diosa,
mas porque a las aromas deliciosa
lo más sutil de sus alientos bebe.
En prevenir al Sol tomó licencia;
sintiólo él, que desde un alto risco
Sol de las flores halla que le incita
Miróla, en fin, ardiente basilisco,
y, ofendido de tanta competencia,
fulminado veneno la marchita.
Ambos
sonetos se centran en la rosa como
alegoría de la brevedad de la vida, dado el corto espacio vital que tiene esta
flor.
La
imagen de la rosa y de la azucena como símbolos de belleza,
perfección y como color de la tez femenina, la podemos encontrar en otras
composiciones de Garcilaso. En la Elegía I (vv. 118-126), Garcilaso describe de
este modo a la amada:
Mas no puede hacer que tu figura,
después de ser de vida ya privada,
no muestre el arteficio de natura:
después de ser de vida ya privada,
no muestre el arteficio de natura:
bien es verdad que no está acompañada
de la color de rosa que solía
con la blanca azucena ser mezclada,
porque’l calor templado que encendía
la blanca nieve de tu rostro puro,
robado ya la muerte te lo había;
En estos versos, la rosa y la azucena de la
tez de la amada vienen a representar la belleza y juventud de la mujer, juventud
que ya se ha marchitado con el paso del tiempo. La muerte ha robado toda
belleza y alegría de la amada. El color de la rosa desaparece para prevalecer
el blanco de la azucena, color de la difunta.
También
en la Égloga II esta imagen de la rosa
y la azucena se muestra en varios
versos (1261-1266), en los cuales se destaca la belleza y pureza del rostro de
la mujer:
aquel
color hermoso o se destierra,
mas ya la madre tierra descuidada
no le administra nada de su aliento,
mas ya la madre tierra descuidada
no le administra nada de su aliento,
que era el sustentamiento y vigor suyo:
tal está el rostro tuyo en el arena,
fresca rosa, azucena blanca y pura.
Para
Góngora esta combinación floral y mezcla de colores será un recurso más en sus
composiciones, recurso muy útil para destacar la belleza de la mujer mediante
una imagen natural. De este modo, será muy recurrente apreciar cómo en la Fábula de Polifemo aparecen ambas flores
para sobresalir la belleza de Galatea:
Purpúreas rosas sobre Galatea
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, eritrea,
émula vana. El ciego dios se enoja,
y, condenado su esplendor, la deja
pender en oro al nácar de su oreja.
la Alba entre lilios cándidos deshoja:
duda el Amor cuál más su color sea,
o púrpura nevada, o nieve roja.
De su frente la perla es, eritrea,
émula vana. El ciego dios se enoja,
y, condenado su esplendor, la deja
pender en oro al nácar de su oreja.
El
color “púrpura” de las rosas se
mezcla con el color “cándido” de los lirios
en la tez de la hermosa ninfa Galatea, colores que en el verso cuarto aparecen
ya fusionados mediante quiasmo y antítesis: púrpura-nevada,
nieve-roja. Comenta Dámaso Alonso,
«los colores se funden y confunden en el cerebro del que goza este verso, como
en el cuerpo de Galatea» (8). También los dos primeros versos nos muestran otra
relación de la rosa con la tradición
literaria: consiste en el empleo de esta flor como epíteto de una diosa
grecolatina, la Aurora (Eos). Ya los autores clásicos hacían mención a esta
divinidad “con dedos de rosa”. En la estrofa gongorina, la Alba –es decir, la Aurora– deshoja rosas sobre la tez nítida de
Galatea.
La
Soledad Primera continúa con esta
fusión de colores, con la mezcla de flores, además de seguir empleando las rosas
en conjunción con la Aurora:
Del verde margen
otra las mejores
rosas traslada y lilios al cabello,
o por lo matizado o por lo bello,
si Aurora no con rayos, Sol con flores.
Negras pizarras entre blancos dedos
ingenïosa hiere otra, que dudo
que aun los peñascos la escucharan quedos.
rosas traslada y lilios al cabello,
o por lo matizado o por lo bello,
si Aurora no con rayos, Sol con flores.
Negras pizarras entre blancos dedos
ingenïosa hiere otra, que dudo
que aun los peñascos la escucharan quedos.
En esta estrofa, el poeta cordobés aun sigue
haciendo alarde de su gama de recursos literarios, jugando con el orden de las
palabras y con los equívocos. La Aurora no proporciona rayos, es el Sol el que los proporciona, y es la Aurora la que se
relaciona con las flores. Flores, rosas y lirios, que descubren, combinados –o matizados– la belleza de la
tez femenina.
También Garcilaso recoge esta tradición literaria de
otorgar a la Aurora el epíteto “de rosa”. En la Égloga II podemos apreciar:
En
mostrando el aurora sus mejillas
de rosa y sus cabellos d’oro fino,
humedeciendo ya las florecillas,
nosotros, yendo fuera de camino,
buscábamos un valle, el más secreto
y de conversación menos vecino.
de rosa y sus cabellos d’oro fino,
humedeciendo ya las florecillas,
nosotros, yendo fuera de camino,
buscábamos un valle, el más secreto
y de conversación menos vecino.
La Aurora aparece calificada por sus mejillas de rosa. Con esta imagen
floral descubre el poeta como una divinidad femenina tiene sus mejillas
coloradas o rosadas. Incluso Bécquer también retoma con esta tradición y emplea
esta flor como imagen del color de la tez femenina y como epíteto de una
divinidad. De este modo, en la rima XII podemos contemplar:
Es
tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.
Bécquer también juega con la mezcla entre el blanco
y el rojo que predominan en la tez femenina, utilizando para ello una
combinación de términos relacionados con estos colores. Para el color rojo
emplea la rosa y el carmín, mientras que para el blanco
recurre a la escarcha y las perlas. Para la tez femenina Bécquer
también emplea la comparación con la azucena,
por su blancura y pureza, como se puede encontrar en la rima XIX:
Cuando sobre
el pecho inclinas
la melancólica frente,
una azucena tronchada
me pareces.
Porque al darte la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.
la melancólica frente,
una azucena tronchada
me pareces.
Porque al darte la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.
Comenta García Montero, que «quizá convenga
prestarle atención a la imagen de la “azucena tronchada”, en su sentido de
pérdida, de casi fracaso, de casi muerte» (9).
Bécquer, como
simbolista que es, incorpora en sus poemas numerosos símbolos de tradición
literaria, como es el caso de las flores. Si para la azucena, su significado más empleado es el de pureza, como también
se puede interpretar en la rima LXXXVI:
La gota de
rocío que en el cáliz
duerme de la
blanquísima azucena
es el
palacio de cristal en donde
vive el
genio feliz de la pureza.
Él le da su
misterio y poesía,
él su aroma
balsámico le presta;
¡Ay de la
flor, si de la luz al beso
se evapora
esa perla!
O incluso en la rima XCIV (“Vírgenes semejantes a azucenas”). Su significado simbólico es
debido a que esta flor es considerada como atributo de la Virgen María y, por
ello, también está relacionada con la virginidad o castidad. La rosa, de igual modo, la emplea con su
significado simbólico de belleza y perfección, como se aprecia en la rima XXII:
¿Cómo vive
esa rosa que has prendido
junto a tu corazón?
Nunca hasta ahora contemplé en el mundo
junto al volcán la flor.
junto a tu corazón?
Nunca hasta ahora contemplé en el mundo
junto al volcán la flor.
Según Félix Bello, «los dos primeros versos de la
rima XXI tienen un acento realista y descriptivo: la rosa que prendida en el
pecho de la amada palpita a impulsos del corazón» (10).
Pero si hay una flor de la que le saca provecho
Bécquer, ésa es la violeta. La
fragancia que desprende esta flor es de muy buen agrado, y por este motivo
recurre en muchas ocasiones a aludir a esta imagen de la violeta. Así se puede
apreciar en las rimas V y LXXII. En cambio, la rima XIII la imagen de la
violeta que recibe una gota del rocío se le antoja comparable a una pupila
azul:
Tu pupila es azul y, cuando lloras,
las transparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una vïoleta.
Señala Leonardo Romero, que «la visión del rostro de
la amada como una sucesión de risa y llanto es un componente central de la
iconografía de la “mujer ideal” y responde, además, a una percepción romántica
que Bécquer subraya en diversas ocasiones» (11).
Aún así, en palabras de Rubén Benítez, «esas
imágenes, cargadas de un inocultable erotismo, abundan sobre todo en las
poesías y leyendas que imitan el estilo oriental, pero pueden rastrearse también
en el resto de la obra de Bécquer» (12).
Finalmente, en cuanto a las imágenes florales, los
poetas hacen referencia a ellas para aludir a algún mito clásico o divinidad
relacionada con dichas flores. En este sentido, Garcilaso, en su Égloga III
(vv.177-184), hace alusión de este modo a la fábula mitológica de Adonis y
Venus:
Tras esto el puerco allí se vía herido
de aquel mancebo por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente;
con el cabello de oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente,
las rosas blancas por allí sembradas
tornaba con su sangre coloradas.
de aquel mancebo por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente;
con el cabello de oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente,
las rosas blancas por allí sembradas
tornaba con su sangre coloradas.
La fábula decía que de la sangre del joven la diosa
Afrodita (Venus) hizo brotar la roja anémona. Garcilaso opta por hacer
referencia a otra flor, la rosa, ya
que además esta flor es atributo de la diosa del Amor y de la Belleza. Aunque,
no obstante, Góngora también haga vincular a la diosa otras flores, como son
las azucenas, en algún poema como es la Fábula
de Píramo y Tisbe:
Hermosa
quedó la muerte
en los
lilios amatuntos,
que salpicó
dulce hielo,
que tiñó
palor venusto.
El apelativo “amatuntos” con el que acompaña a los lilios, proviene del nombre Amatunta (o
Amatonta), ciudad de Chipre donde la diosa Afrodita tenía un culto y un templo;
allí se encontraban unos jardines consagrados a la divinidad. Seguidamente, la
referencia a la diosa se hace más evidente cuando concluye con el adjetivo
“venusto” –de Venus– con el que realza la belleza pálida
(blanca como los lirios) de la muerte.
(1) LIDA DE MALKIEL, Mª ROSA, La tradición clásica en España, Madrid,
Ariel, 1975, p. 85.
(2) AUSONIO, DÉCIMO MAGNO, Obras. I, traducción, introducción y
notas de Antonio Alvar Ezquerra, Madrid, Gredos, 1990, p. 179.
(3) ESCARTÍN GUAL, MONTSERRAT, Diccionario de Símbolos Literarios,
Barcelona, PPU, 1996, p. 61.
(4) Ídem,
p. 256.
(5) HERRERA, FERNANDO DE, Anotaciones a la poesía de Garcilaso,
edición de Inoria Pepe y José Mª Reyes, Madrid, Cátedra, 2001, p. 423.
(6) ESCARTÍN GUAL, MONTSERRAT, ob. cit., p. 292.
(7) GUILLÉN, JORGE, Notas para una edición comentada de Góngora, Valladolid,
Universidad Castilla la Mancha, 2002, p. 71.
(8) ALONSO, DÁMASO, Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos (Garcilaso,
Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope de Vega, Quevedo),
Madrid, Gredos, 1987, p. 378.
(9) GARCÍA MONTERO, LUIS, Gigante y extraño: las Rimas de Gustavo
Adolfo Bécquer, Barcelona, Tusquets Editores, 2001, p. 294.
(10) BELLO VÁZQUEZ, FÉLIX, Gustavo Adolfo Bécquer: precursor del
simbolismo en España, Madrid, Fundamentos, 2005, p. 212.
(11) ROMERO TOBAR, LEONARDO, en BÉCQUER,
GUSTAVO ADOLFO, Rimas. Otros poemas.
Obras en prosa, Madrid, Espasa, 2000, p. 1114.
(12) BENÍTEZ, RUBÉN, Estudios becquerianos, Palencia, Cálamo,
2008, p. 95.
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